domingo, 3 de julio de 2016

Soria, te quiero

Me acuerdo de aquel primer día que me quedé llorando en la puerta de la Alameda,
mi madre no paraba de decirme que tenía que echar a volar y salir del nido,
y nunca se me olvidarán los brazos de mi padre rodeando mis hombros
diciendo que arrasase con todo.
Es mágico, porque empecé llorando y acabaré igual,
de un lugar al que no quería ir y del que ahora no quiero marcharme.
He pasado por tanto,
compartiendo diez metros a lo largo con las paredes escondidas tras los dibujos de mi compañero.
Esos rincones que han pasado tan desapercibidos y que ahora llamo casa,
porque hay tantas historias detrás de esos muros.
He desperdiciado tanto tiempo como el que he aprovechado,
pero sobretodo ha sido duro y a día de hoy lo es, pero de distinta manera.
Se ha montado tanta gente a mi vagón que me he dado cuenta quien vale la pena y quien no,
porque primero están los que prometen y después los que rompen las promesas.
Ha sido toda una aventura que no ha hecho nada más que empezar,
porque siempre diré que lo peor de hacer las maletas es lo que te dejas fuera,
y yo aquí, me dejo una vida para luego volver.
Siempre quedarán esos momentos que enamoran,
esas sonrisas que rompen los esquemas,
que te obligan a improvisar cada día y te estallan las comisuras.
Un brindis poeta, por mi nueva familia,
por quien de verdad vale la pena luchar día a día,
por los que de verdad merece derramar un par de lágrimas,
preocuparse constantemente o que estos se preocupen de tí.
Por aquellos con los que te enfadas constatemente
o por los cuales se te escapa una pequeña sonrisa entre tanta tontería,
que en resumidas cuentas, llegan a ser los mismos.
Pero sobre todo me quito el sombrero con los que me abrieron las alas cuando me tocó aletear perdido en otro entorno distinto.
A dos autobuses de mi casa, que muchas veces ha sido el impedimento a volver corriendo y rendirme cuando más baja ha sido la caída.
Porque cuando notas todo tan sumamente lejos, extrañas los pequeños detalles que olvidaste por completo.
Decía que te encontraría en alguno de esos bares dando saltos de alegría
y lo que veo es a las personas que más quiero dando botes en el bar de siempre al que llamamos casa.
Quizas ha sido un año tan veloz,
que se ha consumido más rápido que algunas promesas,
como esos tres últimos calos de un cigarrillo.
Me ha dado tiempo a olvidar a ciertas personas que no valen la pena,
a probar el amor
y a darme cuenta que no estoy preparado para someterme
aunque aveces eche en falta cierto cariño.
He viajado tanto como he podido,
y compartiendo ciertas melodías con los de siempre.
Me he aventurado, notando esos brazos que creía perfectos
rodeándome en plena fachada de Atocha,
pero para que me entiendas, yo me enamoré de Soria
y de ver a aquella niña con el vaso levantado, bailando Como te Atreves de Morat.
Me he hechizado de tantas sintonías,
es más,
he sintonizado con los pequeños detalles de personas
que valen más que la alegría.
Y al final,
tenía tantas ganas de escribir este poema que no se como continuarlo.
Son tantas las palabras que me gustaría calcar,
que se me va la cabeza.
No podría describir tantos momentos de felicidad,
de lágrimas de todo tipo,
riendo o descubriendo nuevos corazones.
Soy incapaz de escribir todo eso en una hoja tan pequeña,
porque al final te quedas con lo esencial que es lo más bonito.
Aprendes a valorar a las personas por como son
y te acabas dando tantos tortazos contra la pared.
Los agradecimientos para quien ya lo saben,
que ojalá volviese a ese 29 de Sepriembre donde empezó todo,
aunque habrá que esperar tres meses para que la magia vuelva a suceder de una manera mejor.
Y que le den por culo a quien dijo que todos necesitamos un poquito de sur para ver el norte,
porque el norte tiene mi corazón
entre los callejones de la Dehesa.


 

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